
Se baten 6 claras a nieve, luego les agregás las yemas, más 6 cucharadas de azúcar, 6 de harina leudante tamizada, y al horno. Te queda un pionono enorme que vale por dos, para rellenar con jamón, queso, aceitunas, morrón y otro con pollo desmenuzado y lo que quieras para una fresca cena estival. Los acompañás con una ensalada.
Acabada la charla, y cada quien a su casa, comprobás tu más terrible sospecha: el pionono tiene el color dorado de tu piel bronceada y la flexibilidad de Adolfo Hitler, toda la humedad que debía contener está ahora en tu rostro transpirado. Se te llena el cuerpo de preguntas pensando en cómo salvar la situación, ya que es tarde, prometiste una cena -que no va a ser-, y tu familia tiene hambre ¡now!
Te calmás. Pensás que tus seres queridos te quieren, también; que lo que importa es la ocasión y no la morfi, y te armás unos regios sanguchitos con el pan que quedó del mediodía (si está un poquito seco, no importa).
Tus chicos, contentos porque tienen una especie de bizcocho gigante para desayunar. Y tu vecina, bueno... todo fue en vano, porque en tu laburo no querían saber nada con gente extraña.
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